lunes, 22 de febrero de 2010

✑ Los Zapatos de Pointe ✍

Poco a poco la casa se fue quedando vacía, deshumanizada. Comenzamos sacando cosas de menester tan importantes como lo eran las prendas de vestir. Luego les tocó el turno a los pesados libros de la biblioteca de mi padre. Aquellos libros, algunos auténticas reliquias literarias, llenaban las cajas de cartón. Vajillas, muebles, cuadros, alfombras y demás enseres, fueron desfilando detrás , toda una vida acumulada en forma de objetos que esperaban dentro del camión de mudanzas para cambiar de escenario.

En el chalé ya sólo quedaban las dos grandes lámparas francesas que colgaban del techo del salón, además de los visillos y las cortinas aterciopeladas que adornaban ventanas y galerías. Ver las habitaciones tan vacías me producía una sensación de amargura en el corazón, pero nosotros no podíamos hacernos cargo de una casa tan grande y costosa. Mi situación laboral no era buena y no podía hacer frente a los gastos que generaba.

El ambiente era extraño, lúgubre, faltaba la calidez de la familia. Quise respirar por última vez su olor a maderas nobles y popurrí de flores secas que mi madre solía colocar en pequeños cuencos de cristal por toda la casa. Era el olor del hogar en el que me había criado y que, a pesar de los años, todavía permanecía allí como anclado en el tiempo. Curiosa como una niña que todo lo toca fui inspeccionando, uno por uno, los rincones de todas y cada una de las estancias. Sólo se escuchaba el estremecedor sonido del eco de mis pasos al caminar. De repente, el reloj de la torre de la iglesia del pueblo interrumpió mi sosiego con el tañer de las doce campanadas que indicaban la llegada de la media noche, mi hora favorita. 

Examiné con sumo detenimiento si nos dejábamos algo importante y de gran valor, ya fuera material o sentimental. Me faltaba revisar en el desván que antaño había sido un palomar. Subí el último tramo de la ancha escalera de madera, en su parte más antigua y deslucida, hasta llegar a una pequeña puerta. Giré el pomo de bronce y la abrí, a mi derecha palpé a tientas un arcaico interruptor de la luz que sobresalía de la pared. Con la mano temblorosa, y a pesar del perturbador miedo a electrocutarme, lo pulsé cerrando instintivamente los ojos. Una bombilla que colgaba de un mísero cable, casi por encima del mismo interruptor, se encendió. Mi corazón latía a mil por hora, sentía miedo y emoción a la par. De niña me aterrorizaba subir allí por los ruidos y porque era la parte más alta y solitaria de la casa. 

La mayoría de lo que quedaba eran trastos y cosas inservibles, echadas a perder y sin ningún tipo de valor, excepto un pequeño y bonito cofre negro que en cuanto lo vi llamó poderosamente mi atención. El cofre estaba recubierto por una fina capa de polvo y colocado sobre un aparador visiblemente deteriorado y carcomido. Me acerqué para averiguar qué misterio ocultaría en su interior, como la cerradura estaba rota fue sencillo abrirlo y entonces... las descubrí. 

Una sonrisa se dibujó en mi rostro, el tesoro que albergaba el cofre negro eran los zapatos de pointe de mi difunta madre. Ella nunca me confesó que había sido bailarina, nunca entendí por qué se avergonzaba de ello o lo ocultaba, pero yo siempre lo intuí. Una parte de mí sabía que aquel empeño que mostraba en que aprendiese a bailar y tomara clases de ballet, escondía algo más.

Mi mente comenzó a viajar atrás en el tiempo y recordé las clases de danza del colegio de monjas. Clases a las que mi madre me obligó a asistir desde los cuatro hasta los trece años. Pero un día me cansé del sacrificio que conllevaba un arte con tanta disciplina y lo dejé, aquello la disgustó muchísimo.

Me hice con el cofre negro y su contenido, apagué la luz del desván, cerré la puerta y bajé los escalones de dos en dos. Una vez en el salón me senté sobre el brillante y recién encerado suelo de parquet y, sin pensármelo dos veces, me quité las botas y me calcé las desgastadas zapatillas de mi madre. Me encajaban en los pies perfectamente, me até las cintas de raso a los tobillos y me levanté. Junté los talones como solía hacer cuando era niña, coloqué mis brazos en posición, respiré hondo y comencé a danzar al principio con un ligero temblor en las rodillas. 

Y… demi-plié, demi-poite, grand-plié, glissade, déboulés, pas de Chat, pas de valse, pirouette en dehors, fouetté en tournant,…

En aquel momento ni siquiera me percaté de que me había dejado la puerta principal y la verja del jardín abiertas de par en par, pero no podía dejar de danzar. Una sombra misteriosa se introdujo en el hall, alguien se acercaba sigilosamente al umbral de la puerta del salón, mientras yo, ajena a todo, bailaba como poseída por una fuerza sobrenatural y al compás de la única música que sonaba dentro de mi mente.

Él observaba quedo mis movimientos que le atraían y excitaban cada vez más. De repente escuché una puerta cerrarse violentamente y entonces percibí su presencia. — No sabía que bailabas danza clásica, nunca me lo contaste.— me dijo.

— Yo tampoco sabía a ciencia cierta que ella la bailaba, jamás me lo confesó, y a mí nunca me gustó asistir a aquellas clases tan aburridas…

— ¿Las conservarás? Me gustaría verte bailar más a menudo, pareces feliz y me gusta verte feliz.

— Sí, por supuesto que las conservaré… Bailar me desahoga mucho y estas zapatillas son lo poco que queda de mi madre.— hice un silencio.— ¿Sabes? Hay una cosa que me resulta curiosa, cuando era niña y tenía que bailar por obligación sólo deseaba no tener que volver a hacerlo jamás. Y ahora, que hacía tantos años que no bailaba, me doy cuenta de que echo de menos el ballet.— le dije dándole un emotivo abrazo.

Terminé de recoger las últimas pertenencias de valor de mis padres, entre ellas, el cofre negro con los desgastados zapatos de pointe.